Ni tu empresa es tu familia ni tú eres tu trabajo

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En el último año, 250.000 trabajadores de empresas tecnológicas han sido despedidos. Y con ellos el resto del mundo hemos dicho adiós al Silicon Valley original, con su cultura empresarial transparente y con pretensión de cambiar el mundo, sus empleados felices, sus jerarquías planas, su deificación de la creatividad y sus siestas, futbolines y sesiones de bikram yoga en jornada laboral. La mayoría de los empleados despedidos encontraron otro empleo antes de tres meses pero han puesto punto final a un modo de entender el trabajo. Y la vida. En EEUU proliferan los foros y blogs de extrabajadores tech en los que circula la idea de que la fascinante cultura del trabajo de la que disfrutaron durante años era en realidad una astuta forma de manipular a los empleados y, a través de ellos, a los consumidores.

Claire Stapleton, exejecutiva de Google, es un buen ejemplo: en su blog Tech Support publica cartas y consejos de trabajadores del sector que han dejado atrás la religión laboral que impregnaba todas las actuaciones de la compañía. Su blog parece un recopilatorio de testimonios de miembros de una secta y el de ella no es para menos. Cuenta que el día que la despidieron, Google envió a todo su equipo a unas convivencias en Malibú para hacer Goat Yoga. Recuerda cómo un guarda de seguridad le acompañó hasta la puerta en una oficina vacía mientras la que había sido su familia durante 16 años practicaba posturas de yoga rodeados de cabras. Había entrado en Google cuando estaba vigente el código de conducta resumido en el famoso Don't be evil (No seas malvado), y cuando se dirigía hacia la salida con su caja de cartón no pudo dejar de ver aquella paradoja de tamaño cósmico.

Google no era la única empresa que convertía a sus trabajadores en evangelizadores de la marca al tiempo que practicaba evaluaciones de desempeño que hacían que un porcentaje de sus trabajadores fueran calificados de estorbos que debían ser despedidos. Apple nos dijo que había que pensar de forma diferente y Facebook que iba a hacer del mundo un lugar abierto y conectado. Con estos eslóganes se lanzaba un mensaje claro a los empleados, receptores tempranos y privilegiados del propósito superior de la compañía: este trabajo es una vocación moral, una labor ética con el objetivo de mejorar el mundo, y exige lo mejor de ti. Si no lo das, no vales. Años después, el lema de Google evolucionó a Should do the right thing (Deberíamos hacer lo correcto) y ese “deberíamos” cada vez más difuso fue el que dirigió al sector que había cambiado la cultura del trabajo corporativo en todo el mundo hasta su derrumbamiento. “Creíamos que estábamos cambiando el mundo y en realidad lo estábamos empeorando”, dicen ahora exgooglers en foros online. Y añaden que, por el camino, comprometieron su integridad moral.

La escritora Toni Morrison, premio Nobel de Literatura, escribió para la revista New Yorker en 2017: “Tú haces el trabajo; no es el trabajo el que te hace a ti. Tu vida real es la que vives con tu familia. No eres el trabajo que haces; eres la persona que eres”. Parece que ahora ese mensaje ha calado por fin. El colapso de las tecnológicas y su cultura, unido a la digitalización, la precariedad laboral, la pandemia y el teletrabajo han roto el ventajoso contrato que las empresas mantenían con unos trabajadores falsamente empoderados. Han provocado fenómenos en EE UU como la Gran Renuncia (trabajadores que dejan trabajos bien pagados porque están quemados) o su versión española, en la que el empleado hace lo imprescindible y se va a su casa puntualmente cuando la jornada laboral llega a su fin. 

También se diseñan apuestas por nuevas formas de trabajar, como la semana de los 4 días, que ya se está experimentando en Reino Unido con éxito y que se basa en la idea de que una mejor calidad de vida de los empleados es una ventaja competitiva para las empresas en las que trabajan. No olvidemos los datos que hacen imprescindible repensar el trabajo: el 61% de los trabajadores españoles afirma sentirse desmotivado con su trabajo y el 45% muestra síndrome del trabajador quemado –el llamado burnout–. En 2022, la falta de motivación subió un 14% y el burnout un 7%, según la consultora de selección de personal Hays.

Pero el trabajo, que sirve para vivir y a veces solo para subsistir, pagar las facturas y dar un presente y futuro a nuestros hijos también es un elemento esencial de nuestra identidad y nuestro propósito en la vida. La confusión entre lo que somos y lo que hacemos es un viejo debate filosófico pero se ha visto agravado por las culturas corporativas que dotaban a sus recursos humanos de un sentido moral y hasta experiencial. “La estética desplazó a la ética del trabajo: ya no solo se buscaba el trabajo bien hecho sino aquel que te proporciona las experiencias más intensas”, dice el sociólogo Zygmun Bauman en su libro Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Bauman apunta que el trabajo rico en experiencias, como realización personal, como centro y eje de la vida de todo lo que importa, como fuente de orgullo, autoestima, honor, respeto y notoriedad estuvo siempre reservado a unas elites y ya no funciona ni entre los trabajadores más vocacionales. En España, aún con el gran porcentaje de pequeñas empresas y autónomos, la tendencia a identificarnos con la empresa y a socializar en el puesto de trabajo sigue siendo fuerte. “Pero para la mayoría de la gente encarar el trabajo como una vocación implica riesgos enormes y puede acarrear graves desastres emocionales”, advierte Bauman.

Lo que nos enseña el cambio de cultura laboral acelerado por las tecnológicas es que hay que entender que nadie trabaja en las condiciones que hubiera elegido libremente y que, sin embargo, hay que luchar cada día para mejorarlas, que el trabajo no es la vida pero sí debe ser compatible con el proyecto vital y que los colegas pueden ser amigos pero han de ser ante todo parte de un equipo cohesionado para compartir proyectos, garantizar condiciones laborales dignas y evitar discriminaciones. También que no tener trabajo, perderlo o renunciar a él no es un estigma o una desgracia, es un toque de atención al resto de la sociedad para pensar entre todos, y no por un sueldo, qué sociedad productiva queremos y qué papel tenemos en ella.