Opinión

‘Un mundo feliz’: la benéfica tiranía de la utopía

La novela distópica escrita por Aldous Huxley aún sabe retratar los profundos vicios de un presente marcado por el alto desarrollo técnico y económico.

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24
junio
2022

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A mediados del siglo pasado, cuando en Occidente reinaba una pueril confianza en que los avances tecnológicos mejorarían nuestra vida, una generación de escritores amantes de la ciencia pudo plantear a través de la literatura el trasfondo de un problema que todavía persiste: ¿y si estos avances, en lugar de darnos libertad y bienestar, nos transforman en una sociedad deshumanizada?

Cuando el escritor Aldous Huxley escribió Un mundo feliz en 1932, nos legó una novela distópica que nos mostraba un mundo enajenado por los avances científicos y tecnológicos. Algo que, por eso mismo, anticiparía el carácter del capitalismo global cuando este apenas comenzaba a esbozarse. Para ello, Huxley imaginó un mundo donde todas las relaciones sociales se basan en el consumo constante y en el que el pensamiento crítico, el arte y la familia eran erradicados por tratarse de fuentes inevitables de dolor y sufrimiento.

Un mundo feliz también muestra cómo la educación se tecnifica bajo la forma de un método inductivo a través del sueño, mientras que los individuos se entregan libremente a un sistema de placeres y trabajos predeterminados por su casta social. De esta forma, la novela muestra una sociedad que tiene por objetivo la estabilidad de sus miembros en una constante producción acrítica. Para ello, por un lado, crea una droga llamada «soma», un ansiolítico consumido para sentirse felices y despreocupados en todo momento, mientras que por otro, el Estado promueve un liberalismo sexual donde «todos son de todos» y las relaciones son consumadas sin celos ni remordimientos; es decir, una suerte de poliamor donde uno puede gozar sin riesgo. Bajo este supuesto estado de libertad, entretenimiento, satisfacción y confort, las personas se convierten en instrumentos al servicio del engranaje social y técnico. «La rueda debe girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que la vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento», escribía el británico en su novela.

«’Un mundo feliz’ nos muestra un mundo enajenado por los avances científicos y tecnológicos»

Ahora bien, ¿qué hay de todo esto en la sociedad actual? El propio Huxley, en un prólogo escrito 15 años después de la publicación de su novela, afirma que un libro acerca del futuro puede interesarnos si sus profecías parecen destinadas a realizarse. Podemos invertir la carga de la prueba: si un libro acerca del futuro todavía tiene vigencia, entonces esto es porque logró representar la actualidad de sus lectores; es decir, el futuro. En tal caso, la idea de un mundo feliz sigue perturbándonos. ¿Quién, entre nosotros, no ha pensado en la posibilidad de dejar de luchar contra los problemas ontológicos del capitalismo global y entregarse dulcemente a la marea del consumo, del confort y la felicidad? ¿No es acaso la utopía capitalista idéntica a lo que planteaba Huxley? En lo personal, creo que no dudaría entre una inconsciencia feliz y exitosa o una abrumadora conciencia de la realidad. El problema, sin embargo, es que no existe tal disyuntiva.

La felicidad como imperativo

Para el filósofo contemporáneo Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad con un miedo generalizado al sufrimiento. La llamada psicología positiva, por lo tanto, se ocupa del bienestar erradicando los pensamientos negativos y sometiendo el dolor a una lógica del rendir. De esta manera, sostiene Han, se va formando un imperativo de felicidad que funciona como una fórmula de dominación más efectiva que la antigua obediencia al deber, de modo que la explotación del individuo al servicio de la producción se realiza como una «autorrealización» del imperativo inconsciente de felicidad, mientras que el dolor no es más que «un mal carente de sentido que hay que combatir con analgésicos», alejándose así de cualquier interpretación simbólica del mismo. El problema, señala el filósofo, es que todo vínculo afectivo implica dolor, por lo que, al evadirnos de este, también resignamos la posibilidad de entablar relaciones. Siguiendo la lógica anterior, esto se establece de forma que el sujeto lo acepta como su propia libertad: el otro se vuelve un objeto de consumo, lo cual deriva en un liberalismo sexual parecido al retratado por Huxley.

En definitiva, vivimos en una exigencia constante de productividad y consumo que va creando un agotamiento silencioso y una sensación de frustración permanente. Como la de Un mundo feliz, nuestra sociedad, hedonista e insensible, se vuelve imposible de procesar a fuerza de un exceso de información. 

«Para el filósofo Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad con un miedo generalizado al sufrimiento»

Sin embargo, el problema no es tan simple y, además, no se puede reducir a una cuestión de voluntad: quien no acepta el «progreso» queda relegado de un sistema de recompensas materiales y sociales. Así, por ejemplo, parecería que quien no este inmerso en la lógica de las redes sociales hoy no puede llevar adelante una actividad comercial, una actividad artística o una vida sexual con un mínimo de éxito. Por el contrario, quien entiende y acepta lo que estas proponen, entregando su vida a la lógica de lo inmediato, lo superficial y condescendiente, no solo es recompensado económicamente por las plataformas y sus derivados publicitarios, sino que ocupa un lugar de aparente prestigio social que incluso alcanza altas posiciones en la esfera política, artística y científica. De esta manera, el avance técnico, con su lógica de lo calculable, va tomando cada vez más espacio, enajenando cada vez más a la sociedad y reduciendo al individuo a un mero instrumento. Las preguntas, sin embargo, persisten. ¿Es realmente deseable estar por fuera de ese avance técnico? Y de hecho, ¿es posible? ¿Quién no desea el éxito, aunque sea solo por una cuestión de bienestar material? ¿Es el mundo feliz dibujado por Huxley una distopía o, por el contrario, es una utopía a la cual aspirar? Y por último, ¿hay realmente en el objeto de esa fantasía aspiracional un lugar de privilegio?

Lejos de gozar de su libertad, las personas que están en posiciones de poder parecen estar más sujetas a los designios de la maquinación técnica. En palabras de Heidegger, están alejados de un «pensamiento meditativo» y, por lo tanto, de la esencia del hombre, «que es un ser que reflexiona». Es lo que comprobamos cada instante al ver cómo un determinado posicionamiento en el mundo a través de las redes sociales, por ejemplo, implica aceptar sus reglas y producir contenido constantemente, atendiendo las demandas de consumidores y evitando cualquier tipo de «negatividad» que pueda ir en contra de la visibilidad y el éxito de su imagen como producto. Así, nos volvemos esclavos de esa tecnología que, en teoría, estaba destinada a servirnos para nuestro confort y felicidad. En este sentido, muchas de las paradojas que plantea la ciencia ficción distópica del siglo pasado parecen tener hoy más fuerza que nunca. De este modo, cabe preguntarse si es el avance de la tecnología un progreso inevitable en desmedro de la esencia humana. Al fin y al cabo, ¿hay tal cosa como una esencia humana que la técnica puede dañar o será que tal esencia humana es la técnica?

El buen salvaje

El problema sigue siendo el mismo, pero parece necesitarse una solución con mayor urgencia. La sociedad en la que vivimos está altamente tecnificada y huir de eso resulta no solo absurdo, sino imposible. No podemos prescindir de la tecnología y los avances científicos, pero tampoco deseamos esa prescindencia. De hecho, basta con tener un fuerte dolor de muelas para dar por la borda cualquier intento de volver el tiempo de lo salvaje.

«No podemos prescindir de la tecnología y los avances científicos, pero tampoco deseamos esa prescindencia»

Aún así, la dirección en la que el mundo parece avanzar nos está hundiendo en una crisis ambiental, económica y ontológica difícil de negar. Heidegger, ante este problema, propone un concepto para pensar una posible salida: Gelassenheit (o «serenidad»), una suerte de conciencia, quizás teñida de cierto romanticismo, con la que cada individuo pueda servirse de los objetos técnicos pero manteniéndose libre de la dependencia que ellos generan. «Podemos decir ‘sí’ al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles ‘no’ en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia», escribía entonces.

Para el filósofo alemán, junto con la serenidad debe estar «la apertura al misterio», es decir, la actitud de apertura al sentido oculto del mundo técnico. Estas dos facultades nos permiten residir en el mundo de un modo muy distinto. Serenidad y apertura al misterio «no acaecen (zu-fälliges) fortuitamente», advierte Heidegger, sino que son frutos de un trabajo de pensamiento que requiere tiempo y tranquilidad. El problema, podríamos agregar como pensadores del tercer mundo, es que tiempo y tranquilidad no son bienes que abunden, más si tenemos en cuenta que la mayoría de las veces van sujetos al dinero. En consecuencia, el problema del cálculo se impone y las soluciones individuales parecen sumergirnos todavía más en la frustración. Es difícil entender que el problema preexistente es ontológico cuando lo que nos apremia diariamente es lo material. Sin embargo, en este aspecto, Huxley parece tener algo que decirnos. 

El salvaje John, un joven abandonado en una reserva y que es restituido al «mundo feliz» para ser estudiado, es el único que puede preguntarse por el dolor, el arte y el amor. Sus compañeros, en cambio, si bien pueden sentir una constante y apremiante frustración, bien no pueden formular sus sentimientos o bien se dejan arrastrar por el éxito y las posibilidades que la propia sociedad les ofrece. Al no poder adaptarse, y perturbado por una relación amorosa juzgada como indecente, John decide retirarse para llevar la vida de un ermitaño. Pronto, no obstante, es descubierto por un periodista, y la sociedad, que está acostumbrada a sublimar el dolor por medio del soma, el entretenimiento y el placer, encuentra en el salvaje que se autoflagela un espectáculo excitante, acosándolo hasta que John, resignado, se suicida. Así, el libro deja entrever la imposibilidad de elección: por un lado, está la insania; del otro, la locura. 

Años después de la publicación de su novela, Huxley dijo que agregaría una nueva alternativa a su mundo futurista: una comunidad de desterrados con una economía descentralizada y una política kropotkiana en la que la ciencia y la tecnología estarían al servicio del hombre; en la que no sería este quien debiera esclavizarse a ella. Una salida que, según él, sería por tanto colectiva, anarquista y utópica; un horizonte que dibuja para no abandonarse a la fantasía derrotista que predice una caída indefinida hacia el apocalipsis. Frente a esta mirada, solo quedaría sentarse y esperar la destrucción. La alternativa, en cambio, parece estar del lado de la reflexión desinteresada y la cooperación, así como de la primacía de la estética. Por supuesto, el camino es sinuoso y parece, efectivamente, empeorar cada día, pero añorar un pasado donde el buen salvaje era feliz y vivía en armonía con la naturaleza no conduce a ningún pensamiento concreto sobre nuestra realidad. No se trata de rendirse ni excluirse, pero si no podemos dejar de ser consumidores, entonces podríamos consumir con algún tipo de conciencia. De esta manera, tal vez encontremos un refugio para el buen arte. Es en ese hecho estético donde se encuentra esa parte de la esencia humana que buscamos desde hace casi un siglo.  

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