Este formidable adversario no esgrimió espada o lanza contra Roma, sino que puso su enorme talento científico al servicio de su patria dispuesto a atemorizar a sus enemigos. Como tantas veces ha sucedido en la Historia, ¿cuántos grandes progresos de la ciencia y la técnica no tendrán un trasfondo puramente bélico? Ese es el caso de Arquímedes de Siracusa, uno de esos nombres que se presentan por sí solos. Genio de las matemáticas, la física y la astronomía, sus ingenios pusieron en graves apuros a las tropas romanas que sitiaban su ciudad. Entremos en materia. Hijo del astrónomo Fidias y pariente del rey Hierón II según dejó escrito Plutarco en su “Vida de Marcelo”, Arquímedes nació en el 287 a.C. en Siracusa, fecha incierta pues la única fuente que nos queda es el historiador bizantino Juan Tzetzes y, según él, Arquímedes vivió setenta y cinco años y sí que se sabe a ciencia cierta la fecha de su muerte.


Poco se sabe de su vida personal, si tuvo esposa o hijos. Diodoro Sículo sostuvo que Arquímedes se educó en Alejandría, en aquellos tiempos cuna de la ciencia en todo el Mediterráneo. Quizá fue allí, empapándose del saber que atesoraba el Museo y la Biblioteca, donde se formó en matemática e ingeniería. No se sabe tampoco a que edad volvió a su Siracusa natal, pero seguro que mantuvo buenas relaciones con los gobernantes egipcios pues uno de sus inventos inmortales, el “tornillo de Arquímedes” fue diseñado para extraer el agua que se acumulaba en la sentina del enorme Siracusia, el barco más grande de su época, diseñado por el propio Arquímedes a petición del rey Hierón y que acabó siendo enviado a Alejandría como regalo para el rey Ptolomeo III Evergetes.

Siracusia

En el año 214 a.C. la situación de Siracusa, y de Sicilia entera, era muy delicada. Aníbal seguía en Italia luchando contra las legiones de Cayo Claudio Marcelo, pero el desembarco de nuevas tropas cartaginesas en Agrigento y la defección del Consejo de Siracusa, hasta aquel momento filo-romano, truncó el tenso equilibrio. El rey Hierónimo, afín a Roma, murió en circunstancias extrañas y dos hermanos cartagineses de nacimiento llamados Hipócrates y Epícides se hicieron con el control de la ciudad, realizando una purga de amigos de Roma y pactando deliberadamente con Cartago una nueva alianza. Cuando Marcelo desembarcó en Sicilia los acontecimientos dieron un vuelco, los dos hermanos fueron expulsados de Siracusa y acabaron refugiándose en Leontino. La feroz represión romana sobre los rebeldes, acompañada del asesinato a sangre fría de dos mil desertores romanos ordenado por el propio Marcelo, crearon un movimiento pro-cartaginés en todo el oriente siciliano que concluyó con la apertura de las puertas de Siracusa a los dos hermanos y la declaración de hostilidades abiertas con Roma.

Fue en aquel momento cuando entró en escena nuestro protagonista. Marcelo exhortó a los habitantes de Siracusa a que depusiesen sus armas y rindiesen la ciudad. No obtuvo ningún éxito y trató en principio de lanzar un asalto contra sus recios muros. El problema es que no solo venablos, aceite hirviendo, piedras o flechas brotaban de sus almenas. El viejo Arquímedes puso todo su talento e ingenio al servicio de su patria, instalando toda suerte de máquinas de guerra capaces de levantar naves o incendiarlas a distancia, provocando el pánico entre las tropas romanas la mera aparición de un mástil o una polea entre las defensas.

El asalto acabó convirtiéndose en bloqueo, pues era una temeridad acercarse a la ciudad con todos aquellos mecanismos dispuestos a echar a pique la flota romana. Conocemos bien dos de ellos, la “Garra de Arquímedes” y el “Rayo de Calor”. Veamos en qué consistían: según Polibio, Arquímedes diseñó la manus ferrea (garra de hierro) para utilizarla cuando los romanos arrimaban sus barcos a los muros de la ciudad alta, y desde las almenas aparecía una especie de grúa en cuyo extremo pendía un enorme gancho de metal. Aquel artefacto caía sobre el navío, incrustándose en su proa. Entonces era izado y balanceado desde las almenas, alzándolo y provocando que el agua entrase por las aberturas de popa. Después se liberaba bruscamente el gancho, haciendo que la nave cayese de golpe, se escorase por el agua que le había entrado, yéndose después a pique. El rayo de calor consistía en utilizar espejos ustorios (un espejo cóncavo de gran tamaño) para concentrar los rayos solares que reflectaban en un único punto de la nave, preferiblemente velamen o aparejos, provocando un incendio a bordo. Pruebas contemporáneas realizadas recreando ambos ingenios son concluyentes: estas ingeniosas armas son factibles.

Corría ya el verano del 212 a.C. Después de un tedioso bloqueo de dos años todo parecía estancado hasta que, quizá por el azar o por la delación de algún traidor, Marcelo descubrió un lienzo de muralla más accesible que los demás y, en una noche en la que los siracusanos celebraban una gran fiesta, irrumpió en el nuevo barrio de Epípolas, saqueando después los barrios adyacentes de Tyche y Neápolis. Epícides se encerró en la vieja Ortigia, manteniendo entre la isla y la Achradina la resistencia siracusana. El cartaginés Himilcón llegó poco después en auxilio de sus aliados, pero todos sus ataques fueron repelidos por las legiones de Marcelo.

La situación se volvió a estancar, pero esta vez el enemigo a batir no portaba escudo ni espada. Debido a la insalubridad del entorno y tanta muerte y destrucción por doquier se desató una peste que asoló a cartagineses y romanos por igual, dejando a los primeros sin muchos de sus mandos. Tras el último fracaso de Himilcón de liberar el asedio, uno de los caudillos mercenarios hispanos que defendían Siracusa, de nombre Méricus, negoció en secreto con Marcelo unas condiciones ventajosas si le abría las puertas de la Achradina. Así sucedió. Toda la ciudad incluida Ortigia cayó en manos romanas, siendo saqueada a conciencia. Entre la confusión, Epícides escapó a Agrigento en busca de Bomílcar, otro comandante cartaginés, no volviéndose a saber nada más de él. Marcelo desplumó el tesoro de la ciudad y sus más afamadas obras de arte, llevándoselas consigo a Roma para exhibirlas en su triunfo. Hubo muchas víctimas del pillaje romano, pero la más sonada fue la del genio que había mantenido a raya a la flota durante tantos meses. A pesar de la expresa prohibición de violentarle ordenada por Marcelo, Arquímedes murió durante aquel asalto final.

Según Plutarco había en su época varias versiones de cómo sucedió. Parece ser que el matemático estaba trabajando en su estudio cuando un legionario romano irrumpió en él y, quizá por desconocimiento de las explicaciones del sabio en su griego natal, quizá porque pensó que aquellos artefactos eran un buen botín, tal vez por la peligrosa mezcla de todo ello, el caso es que el gladio del soldado segó su vida. Tito Livio dijo que la última frase de Arquímedes fue:

“Noli turbare circulos meus”
(¡No molestes mis círculos!)

Según el historiador romano, Arquímedes la pronuncio cuando aquel soldado le interrumpió en su trabajo, pero Plutarco ni lo menta en sus escritos. Quizá sea parte de la leyenda que envuelve a este genio atemporal.

Colaboración de Gabriel Castelló, autor de Archienemigos de Roma

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