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Kirguistán, el oasis democrático de Asia Central en peligro

Kirguistán es el país más democrático de Asia Central, e incluso se le ha llamado la “Suiza asiática”. Sin embargo, en los treinta años después de su independencia tres de sus cinco expresidentes han acabado presos o investigados, el país ha vivido dos revoluciones y todavía se decide entre un sistema parlamentario o presidencial. Las tradiciones, la división norte-sur y el pasado nublado por la leyenda marcan el rumbo del país, y la democracia no es necesariamente su destino.
Kirguistán, el oasis democrático de Asia Central en peligro
Fuente: elaboración propia.

De media, 2.988 metros de altura separan a Kirguistán del nivel del mar. Más de la mitad de su territorio está cubierto por el sistema montañoso de Tian Shan y el macizo de Pamir. Enclavado entre tierra y tierra, Kirguistán es el país sin litoral por excelencia, porque es el que más lejos se encuentra de la costa más cercana. Al norte y al este comparte más de 2.000 kilómetros de frontera con Kazajistán y China, repartidos a partes iguales. Por el suroeste linda con Uzbekistán y Tayikistán.

Kirguistán recibe su nombre de los kirguises, un pueblo túrquico de origen nómada y que hoy profesa el islam suní en un 90%. El país es una excepción democrática en Asia Central, una de las regiones más autoritarias del mundo. De entre los cinco istanes del espacio postsoviético, Kirguistán es el que más elecciones ha celebrado desde en 1991. Abandonó el sistema presidencial por el parlamentario en 2010 para equilibrar el reparto de poder institucional, pero en los últimos treinta años el país ha visto más de veinte primeros ministros y a tres de sus cinco expresidentes presos o investigados.

De la leyenda a la URSS

“En el pasado había muchos héroes, pero todavía más leyendas sobre ellos”, enuncia un proverbio kirguís. La historia de Kirguistán está ligada a una leyenda y a su protagonista, el héroe Manás. Se cuenta que, tras la muerte del príncipe kirguís, una tribu nómada ocupó sus tierras y esclavizó a la población. Manás, nieto de aquel príncipe, unió a cuarenta tribus kirguisas y liberó su tierra ancestral de los invasores.

La leyenda de Manás es la epopeya más importante de Kirguistán. En su versión más extensa tiene más de 500.000 líneas, veinte veces más que la Ilíada y la Odisea juntas. También podría explicar el origen del nombre del país: según una de las teorías, el gentilicio kirguís proviene de la palabra túrquica kyrk, ‘cuarenta’, y hace referencia a los pueblos unidos por Manás. El sufijo –stan, común a los países de Asia Central, se traduce como ‘lugar de’. 

Estatua de Manás en Biskek, la capital de Kirguistán
Estatua de Manás en Biskek, la capital de Kirguistán. Fuente: Neiljs

La primera mención escrita al pueblo kirguís data del año 201 a. C. Kirguistán eligió esta fecha en 2003 para marcar el inicio de su historia nacional, y ese año celebró su aniversario 2200. Sin embargo, no existe consenso sobre el origen y la consolidación del pueblo kirguís, y la mitificación aumenta ante la escasez de datos. El estilo de vida nómada, la ganadería trashumante y el sistema de clanes forjaron el carácter kirguís. Las yurtas, los hogares de los kirguises, también eran móviles, plegables y construidos con madera ligera y flexible.

La proximidad de China convirtió el actual territorio de Kirguistán en un enclave de la Ruta de la Seda, con la sureña ciudad de Osh como lugar de paso de las caravanas. Con los bienes, también transitaban las ideas, y a partir del siglo IX el islam proveniente de la península arábiga empezó a reemplazar el chamanismo tradicional, un proceso que no concluyó hasta el siglo XIX

Además, el actual Kirguistán vivió sucesivas etapas de dominio extranjero: por el kanato túrquico, el Imperio mongol y el kanato uzbeko de Kokand. Asia Central se convirtió a partir del siglo XIX en el tablero del Gran Juego, una carrera expansionista entre los Imperios ruso y británico. El territorio kirguís acabó en manos de Rusia, que se  anexionó el norte en 1863 y el sur en 1876. Esta y otras tierras recién incorporadas de Asia Central fueron agrupadas en la Gobernatura General de Turkestán.

Rusia nacionalizó las tierras, impuso tributos a la población local e inició una política de colonización por campesinos rusos, que en el caso kirguís afectó más al norte. Después de intentar independizarse, sin éxito, el territorio actual de Kirguistán entró en 1917 en la República Autónoma Socialista Soviética del Turkestán. Hacia 1930 los soviéticos habían aplastado los movimientos de oposición, alimentados por el panislamismo y el panturquismo, y reestructuraron el mapa político de la región, convirtiendo a Kirguistán en una de las quince Repúblicas de la Unión Soviética en 1936. 

Como parte de la URSS, Kirguistán vivió políticas antirreligiosas y de rusificación, que afectaron más al norte que al sur. El estilo de vida nómada fue prácticamente erradicado y se priorizó la alfabetización, aunque la educación superior solo se impartía en ruso. Tan solo el 5% de la población de Asia Central sabía leer y escribir en 1897, frente al 91% de la RSS kirguisa en 1959. Además, Moscú impuso dos reformas del alfabeto para la lengua kirguís, que pasó de escribirse en el alifato árabe al alfabeto latino en 1927 y, más tarde, al cirílico en 1941. En el plano económico, la etapa soviética impulsó la industrialización de Kirguistán, pero también la colectivización de las tierras, que causó pérdidas de cosechas y hambrunas, y un estancamiento económico en los años ochenta, igual que el resto de la URSS. Con la caída del comunismo, Kirguistán se independizó el 31 de agosto de 1991.

Kirguistán, la Suiza asiática

Kirguistán abrazó la independencia como la segunda exrepública soviética más pobre, detrás de Tayikistán. Al igual que el resto de los Estados postsoviéticos, su estructura económica había estado sujeta a la planificación central de Moscú, y el 39% de su PIB dependía del comercio con otras repúblicas. En 1991 perdió estas redes de suministro y vías de exportación, y para contrarrestarlo eligió el camino de las reformas económicas. 

Askar Akáyev, el primer presidente de Kirguistán, ya dirigía esta República Socialista Soviética desde 1990. Tras la independencia, afianzó su poder con el 95% de apoyo en unas elecciones en las que era el único candidato. Aun así, las élites políticas empezaron a promover la imagen de Kirguistán como “la isla de la democracia” en Asia Central. El sistema presidencial se consolidó con la Constitución de 1993 y, dos años más tarde, once partidos políticos se repartieron los escaños del Parlamento. 

Las primeras reformas de Akáyev recibieron apoyo popular y aprobación internacional. Kirguistán fue el primer país del espacio postsoviético en sustituir el rublo por su moneda local, el som, y en entrar en la Organización Mundial de Comercio. Akáyev apostó por la liberalización y por atraer empresas extranjeras, que encontraban en Kirguistán las condiciones de establecimiento más favorables del espacio postsoviético. Con estas reformas pretendía convertir a su país en una suerte de “Suiza asiática”: estable políticamente, neutral y atractiva para los inversores.

Democratizar era entonces un medio, pero no un fin, y la economía kirguisa de los años noventa pasaba también por otra transformación: el peso creciente de la minería del oro. Kirguistán firmó en 1992 un acuerdo de colaboración con la compañía canadiense Cameco para explotar la mina de oro de Kumtor. Desde la inauguración de la mina en 1996, Cameco se encargaba de toda la actividad extractiva, y Kirguistán se quedaba con el 67% de los beneficios frente al 33% reservado para la empresa. Los ingresos generados por Kumtor suponían un 6% del PIB kirguís en el 2000. Sin embargo, el acuerdo se revisó en 2003 y una filial reemplazó a Cameco para gestionar la mina. Como resultado, el reparto se invirtió y Kirguistán pasó a recibir una tercera parte de los beneficios, y la oposición vio en el nuevo acuerdo un síntoma de la corrupción. Para entonces, el país se encontraba en el puesto 118 entre 133 en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, al lado de Libia y Costa de Marfil. 

Las acusaciones de corrupción se sumaron a la deriva autoritaria de Akáyev. A lo largo de su mandato, enmendó cinco veces la Constitución para ampliar las prerrogativas del presidente. Reelegido en las elecciones presidenciales de 1995 y 2000, en 2003 sometió la cuestión sobre su permanencia en el poder a un referéndum, que fue aprobado con el 89% de los votos entre críticas internacionales y acusaciones de fraude. Con ello y las restricciones a la libertad de prensa, Kirguistán cada vez se parecía menos a una “isla de la democracia” en Asia Central.

La Revolución de los Tulipanes y la del Melón

El Gobierno de Akáyev cayó en 2005 en la llamada Revolución de los Tulipanes. Las protestas por el fraude electoral empezaron en la ciudad sureña de Osh, aunque pronto abarcaron todo el país. Tras el asalto a la sede del Gobierno, el presidente huyó a Rusia y dimitió. Mientras, fue investigado en Kirguistán y varios de sus familiares fueron declarados en busca y captura internacional por hasta 48 casos de corrupción. Akáyev fue privado de la condición de expresidente en 2010 y perdió la inviolabilidad.

Akáyev era originario del norte del país y las protestas de 2005 empezaron en Osh, al sur, la segunda más importante del país después de la capital, Biskek, que queda al norte. La división norte-sur se había empezado a consolidar en los tiempos del Imperio ruso: mientras el norte se vio más afectado por la rusificación y el desarrollo industrial, el sur se mantuvo más unido al islam y a las tradiciones. Esta división se sumó al sistema de clanes, poderosos política y económicamente. Su apoyo es indispensable para los líderes políticos de Kirguistán aún hoy.

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El sucesor de Akáyev fue el antiguo primer ministro Kurmanbek Bakíev, del sur, que obtuvo el 88% de los votos en las elecciones presidenciales de 2005. Bakíev reformó la Constitución para eliminar el cargo de primer ministro y dar todavía más prerrogativas al presidente, como destituir a fiscales y jueces. El impacto de la crisis económica mundial de 2008 se sumó al malestar político, alimentado por las acusaciones de corrupción, nepotismo y fraude electoral. En ese contexto, unas protestas en el norte del país desembocaron en 2010 en una nueva revolución, la Revolución del Melón, uno de los símbolos de Kirguistán. Tras varios días de enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad, Bakíev abandonó la capital, dimitió y buscó asilo en Bielorrusia. Un tribunal de Biskek lo condenó en ausencia a cadena perpetua en 2014 y, tras una revisión, la sentencia se redujo a treinta años, que Bakíev tendrá que cumplir si regresa a Kirguistán.

La oposición se organizó en un Gobierno de transición dirigido por Roza Otunbáyeva, la primera mujer en presidir un país de Asia Central. Su mandato estuvo marcado por un nuevo cambio constitucional en 2010, que instauraba el régimen parlamentario, prohibía la pena de muerte y limitaba la duración del mandato presidencial a seis años no prorrogables. Las elecciones presidenciales de 2011 dieron la victoria a otro ex primer ministro, Almazbek Atambáyev, del norte, en la primera transición pacífica en la historia del Kirguistán independiente. Atambáyev protagonizó la segunda y la última hasta la fecha en 2017, al traspasar el poder al siguiente presidente electo, Sooronbay Jeenbékov, del sur. 

Sin embargo, dos años más tarde Atambáyev fue condenado a once años de cárcel por corrupción y perdió la condición de expresidente. Por su parte, Jeenbékov se mantuvo en el poder hasta octubre de 2020, cuando se vivió un escenario parecido al de 2005: protestas alimentadas por las acusaciones de fraude electoral en las últimas elecciones parlamentarias. Los manifestantes asaltaron el edificio del Parlamento y liberaron de la cárcel a Atambáyev y al exdiputado Sadir Japárov, que cumplía una condena por haber tomado de rehén al gobernador de la región de Issyk-Kul durante una manifestación en 2013.

Jeenbékov dimitió y Japárov asumió los cargos de primer ministro y presidente interino. Desde esta posición, abogó por un nuevo cambio constitucional para regresar al sistema presidencial. Obtuvo una amplia mayoría en las elecciones del 10 de enero de 2021 y el sí al presidencialismo en un referéndum que tuvo menos del 40% de participación. Comparado con Donald Trump por su discurso populista, Japárov tiene apoyos tanto en el norte, de donde proviene, como en el sur. Sus detractores creen que la recuperación del sistema presidencial podría devolver al país a la etapa de Akáyev y Bakíev, que se saldó con dos revoluciones y alejó a Kirguistán de la senda democrática.

Entre Rusia y China

En un programa de humor ruso, una reunión de líderes del espacio postsoviético empezaba con las palabras del representante de Moscú: “Tenemos un problema”. “¿Tenemos, o tenéis?”, preguntaba el delegado de Kirguistán. “Según nuestras estimaciones, uno de cada cuatro kirguises trabaja en Rusia, así que tenemos”, respondía el primero. 

Aunque la escena es ficticia, los datos son ciertos. La población de Kirguistán es de seis millones y medio de personas, de las cuales menos de cuatro millones están en edad de trabajar. Rusia cifraba en un millón y medio a los migrantes laborales kirguises en 2015. Por eso las remesas juegan un papel crucial en la economía de Kirguistán: constituyeron el 35% de su PIB en 2018, el segundo valor relativo más alto del mundo después de la pequeña nación oceánica de Tonga. 

Desde su independencia, la base de la política exterior de Kirguistán ha sido la equidistancia. Con Rusia al norte y China al este, el país necesita el apoyo de ambas potencias. El proyecto liberalizador de Akáyev también atrajo la atención de Estados Unidos. Durante la Administración de George W. Bush, Kirguistán alojó una base aérea estadounidense en el marco de la lucha antiterrorista en el cercano Afganistán. La cooperación de Washington se ha traducido en apoyo estadounidense a las instituciones democráticas, la sociedad civil y el sistema parlamentario. No obstante, Akáyev acusó en 2005 a Estados Unidos de haber financiado la Revolución de los Tulipanes. 

Pero Kirguistán guarda vínculos más fuertes con Rusia, con la que comparte el pasado soviético y la membresía en las principales organizaciones regionales, lideradas por Moscú: la Comunidad de Estados Independientes, la Unión Económica Euroasiática y la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva. Además, Rusia es el segundo destino principal de las exportaciones kirguisas por detrás del Reino Unido, su principal fuente de petróleo y el segundo mayor emisor de inversión extranjera directa a Kirguistán.

El único país que puede eclipsar el papel de Rusia en Kirguistán es China. Además de dominar en el mercado de importación del país, supera a Moscú en la inversión extranjera directa y acumula el 43% de la deuda externa kirguisa. El interés de China en las infraestructuras de Asia Central se debe a que Kirguistán es un lugar de tránsito clave en la Nueva Ruta de la Seda. Sin embargo, el empleo de mano de obra china en esta iniciativa genera malestar en la población local.

En cualquier caso, Rusia, China y Estados Unidos tienen poco peso en las campañas electorales del país. Desde la independencia, la oposición kirguisa se ha forjado al margen de la política exterior, con un impacto decisivo de los asuntos internos y del sistema de clanes. Por eso, el caso kirguís es diferente de otros Estados postsoviéticos como Georgia o Ucrania, donde las tendencias proeuropeas o prorrusas son clave ante los principales cambios políticos. 

A nivel regional, el papel de Kirguistán se configura en torno a dos ejes. Por un lado, junto con sus países vecinos forma parte del Consejo Túrquico y otras organizaciones de inspiración panturquista. Por otro, la buena vecindad se ve agriada por los conflictos fronterizos con Uzbekistán y Tayikistán, en parte relacionados con el control de recursos naturales. Kirguistán se ubica en el arco hídrico de Asia Central, donde nacen varios ríos que atraviesan la región, y su interés en explotar la energía hidroeléctrica preocupa a Uzbekistán porque podría perjudicar el acceso al agua de su sector agrario. 

La isla de la democracia en Asia Central

A pesar de ser el país sin litoral por excelencia, Kirguistán es una isla en los índices de democracia. A diferencia de Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán, el kirguís no es un régimen autoritario sino híbrido, según la clasificación de The Economist. En el índice de Freedom House es el único país parcialmente libre en una región teñida por la falta de la libertad. Kirguistán es el país más democrático de Asia Central a pesar de dos revoluciones, de la corrupción y de los conflictos fronterizos. Lo es incluso tras la vuelta al presidencialismo, contraria a los intentos de 2011 de crear un sistema eficiente de pesos y contrapesos. Y en gran parte lo es porque, de momento, la democracia tampoco ha prosperado en el resto de Asia Central.

La idea de Akáyev de convertir el país en la “Suiza asiática” dio lugar a reformas que impulsaron a Kirguistán en los índices de democracia y libertad, pero las instituciones políticas no se han consolidado y se reinventan con cada cambio de Gobierno. A lo largo de su historia, el pueblo kirguís ha tenido pocas oportunidades para elegir su camino. Todavía arrastra conflictos internos y la rivalidad norte-sur, a la vez que se mantiene bajo la influencia de China, Rusia y, en menor medida, Estados Unidos. Nada indica que Kirguistán pueda romper a corto plazo esta doble dependencia, de la tradición y de las potencias internacionales. Y, tras el regreso al sistema presidencial, queda abierta la pregunta de si “la isla de la democracia” en Asia Central se mantendrá a flote.

Katia Ovchinnikova

Moscú, 1997. De padres rusos y alma gallega. Estudiando IMSISS en la Universidad de Glasgow. Máster en Protección Internacional de los Derechos Humanos por la UAH y doble grado en Relaciones Internacionales y Periodismo por la URJC. Interés en Asia Central, democratización y derechos humanos.