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      Las promesas incumplidas

      Balance. La política resolvió sus tensiones; no hubo un nuevo golpe militar, pero la realidad comprobó que sólo con democracia no se come ni se educa.

      Las promesas incumplidasCLAIMA20131206_0127 daniel rodriguez 10 DE DICIEMBRE DE 1983. Euforia en Plaza de Mayo por la asunción de Raúl Alfonsín como presidente.
      Redacción Clarín

      Los argentinos jóvenes sólo vivieron en democracia. Muchos son pobres y seguirán siéndolo. Esto es lo que no quisiera olvidar. Lo demás está casi todo en la Web.

      El 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín, al asumir la presidencia ante la Asamblea Legislativa, dijo: “¿De qué serviría el protagonismo popular, de qué serviría el sufragio, si luego los gobernantes, elegidos a través del voto, se dejaran corromper por los poderosos?” Yo no recordaba esa pregunta. Al leerla hoy, veo que lo que sucedió en la década menemista estaba encerrado entre esos signos de interrogación. Néstor Kirchner creyó que tenía su respuesta, que incluía una corte de poderosos alentados por su propio gobierno. La pregunta de Alfonsín pone en escena el drama de la política. En el momento mismo en que se recuperaba la democracia, el presidente electo enunciaba el obstáculo que la democracia iba a encontrar inexorablemente.

      De aquella mañana de diciembre de 1983 recuerdo la alegría y la luz. No atendí la advertencia. Nunca fui más feliz y creo que muchos podrían decir lo mismo. Días después, un decreto presidencial ordenó el juicio a las Juntas Militares. Lo escuché por radio, emocionada, incrédula. Contra todo pronóstico, pero cumpliendo una promesa electoral, Alfonsín abría un tiempo de justicia, en las peores condiciones, porque los represores conservaban su poder de fuego.

      En abril de 1987, desde la televisión pública, Mónica Gutiérrez y Carlos Campolongo miraban la cámara, nos miraban y decían: “Apague el televisor y venga a la Plaza”. Horas después, desde el balcón de la casa de gobierno, Alfonsín dijo: “Para evitar derramamientos de sangre di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Y hoy podemos dar todos gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”. El primer capítulo de la hora de justicia se cerraba con la ley de Obediencia Debida. Pero antes habíamos visto el asombroso plano de televisión que mostraba a los comandantes en el momento de su condena y habíamos escuchado el alegato del fiscal Strassera.

      Imagen blanco y negro de Víctor Bugge, fotógrafo presidencial: a mediados de 1989, Menem y Alfonsín caminan por el parque de la residencia de Olivos. “A mí Alfonsín me confesó que lo había convocado a Menem para proponerle el adelanto de la asunción. El le preguntó a Menem cuándo quería asumir y la respuesta fue: ya. No sabían que yo les iba a sacar la foto. Fue hecha con un lente especial y los seguí siempre de espaldas”. Luz tamizada sobre los cuerpos trajeados (un corte a la moda, el de Menem; el saco amplio y abierto de Alfonsín). Dos hombres de espalda caminan por un sendero que ni uno ni otro conocían del todo. Menem avanzaba hacia la traición de lo que había prometido a sus votantes; Alfonsín se retiraba derrotado. Los grises de la fotografía tienen ese carácter melancólico que conviene más al Presidente que tuvo que irse unos meses antes de cumplir su mandato. En esos cinco años y algunos meses transcurridos desde diciembre de 1983 había cambiado la luz.

      El video-game de la convertibilidad

      Otra imagen: una mañana en Santa Fe, donde sesionaba la Asamblea Constituyente que le otorgó a Menem la reelección y al país la Constitución de 1994. Desde el palco de visitantes, paso la vista sobre la sala: Chacho Alvarez, la cabeza de una alternativa republicana y social, tal como creímos muchos hasta que aceptó la fórmula con De la Rúa; Carlos Auyero, el hombre de larga experiencia y temperamento paciente; Elisa Carrió, en su restallante primera presentación en escena nacional; Palito Ortega, Reutemann, que Menem había llevado a la política inaugurando un camino que luego seguirá casi todo el mundo; y los clásicos: Cafiero, el príncipe peronista; Alfonsín, con sus carpetas. Por un momento creí que en esa sala, presidida por Eduardo Menem, transcurría la historia. Afuera, manifestaciones de colegios católicos rodeaban la sede para impedir lo que consideraban el peligro máximo: la despenalización del aborto.

      Otra fotografía en el más restallante tecnicolor de los noventa: apoyado en el techo de una Ferrari roja, el cuerpo en diagonal, de mocasines, pantalón azul claro y camisa blanca, Menem es el emperador del capitalismo. Son los años en que hay fotos de Menem con todo el mundo: Charly García, Mick Jagger, Maradona (que repiten con Cristina Kirchner), Susana Giménez, Mirtha Legrand. Menem, maestro de la photo-opportunity, desenvuelto, cachafaz, simpático, en sintonía con los cambios culturales de la Argentina, no inventados acá, pero exagerados hasta la caricatura. Fotos de Menem futbolista, de Menem jugando al básquet, al tenis, de viaje con su hija. Un álbum de caprichos: los noventa son los coloridos años glam de un país que se iba convirtiendo en oscura aguafuerte.

      Durante esos años falsos, los argentinos de capas medias adoraron un ídolo atractivo y cruel, cuyo rito fue el video-game de la convertibilidad. Mientras el juego transcurría hasta el definitivo game-over de ese tótem suicida, la Argentina se dividía en dos países, que, hasta hoy, no han borrado sus límites aunque se discutan las cifras de pobreza. El país de Miami (real o imaginario: Miami estaba en los nuevos shoppings tanto como en la Florida) y el país de la Villa Miseria, no simplemente como tipo de urbanización precaria sino como concepto. La villa miseria es un complejo atlas con muchos mapas: el de la indigencia, el desempleo, la precariedad, el narcotráfico, la desigualdad y la inseguridad para siempre (o como si fuera para siempre, porque quien la sufre no hace diferencias temporales ni periodiza como si tuviera futuro).

      Eso fue transcurriendo durante la cínica década menemista y los dos años de la Alianza, impotente, desarmada, cautelosa hasta la inercia, inmovilizada por sus promesas electorales (seguir con el uno a uno, un peso un dólar, el fantasy que se jugaba en las terminales bancarias). Nunca lo habíamos visto antes, ni tan generalizado ni tan homogéneo en todo el territorio. No teníamos idea de lo que era una pobreza consolidada y para siempre (para siempre, en la vida, es una década porque, después de ese transcurso penoso, quedan marcas que ni se borran ni se olvidan). Entrábamos al nuevo siglo con las promesas rotas: con la democracia no se comía ni se educaba. Precisamente porque, como lo dijo Alfonsín en su discurso inaugural, la democracia corre siempre el peligro de atarse al carro de los más ricos y de ser asaltada por los aventureros políticos y sindicales.

      Quedó la experiencia de la hiperinflación. Tanto como la imposibilidad de gobernar que demostró la Alianza, las sucesivas olas de hiperinflación fueron mortales incluso en un país acostumbrado a ráfagas que, en otras partes, se consideran destructivas. Los que tenían tarjetas en plástico de todos los colores jugaban al endeudamiento a treinta días, baqueanos en el cálculo de que, cuando pagaran, recogerían el beneficio de la inflación. Los que no tenían tarjetas iban de aquí para allá siguiendo precios que aumentaban de una cuadra a la otra, de un kiosco a otro. Y estaban, claro, los que no tenían nada y marchaban o simplemente quedaban allí, tirados afuera por la corriente. En los barrios, las ollas populares se estabilizaron, los comedores en las villas se convirtieron en instituciones de un espacio sombrío del cual el gobierno y el Estado se habían retirado.

      Los saqueos, las movilizaciones espontáneas y las organizadas en zonas liberadas, que empezaban en los supermercados y terminaban con los mercaditos de barrio, fueron otro avatar desconocido: carritos llenos de alimentos, de cerveza y de televisores. El saqueo es el momento en que la cólera impone la consigna del todo vale. Comerciantes que pasaban la noche sobre el techo de sus negocios; tiros al atardecer; policías o caudillos entreverados en acciones que tenían una base material que podía convertirse en política. Comenzó la era de la desconfianza: ¿quiénes son esos dos muchachos que caminan detrás de nosotros? ¿Quiénes los que entran, mal vestidos, al mercadito de la esquina? La desconfianza hace temblar todo lazo solidario. Hoy, los hambrientos dejan su lugar a los delincuentes. La Villa Miseria (en todas las ciudades del país) ha agregado otra capa a su mapa de despojo.

      Hasta que todo explotó por los aires, como había explotado durante los últimos meses de Alfonsín, pero más y peor. En la tapa de los diarios, muertos en Plaza de Mayo, caídos en la represión ordenada por la Alianza. Sobre esas muertes, una imagen aérea: el helicóptero con el que De la Rúa, ciego e impotente, abandonó la casa de gobierno, después de renunciar. Y después, Kostecki y Santillán forman, bajo Duhalde, otra serie de muertos de la crisis. Hubo muchos cadáveres (Cabezas, asesinado por una foto prohibida de Yabrán; los cuerpos alineados en la vereda de Cromañón, que ni Néstor Kirchner ni Aníbal Ibarra quisieron ver en su presencia material; los del accidente de Once, que Cristina Kirchner no mencionó, la fila de los liquidados uno a uno: militantes sindicales, militantes sociales, Qom).

      Ejércitos de cartoneros

      En enero de 2002, Duhalde asumió la presidencia de un país irreconocible, casi sin moneda ni Estado. Frente a la Asamblea Legislativa dijo: “No tenemos hoy un peso para afrontar las obligaciones de salarios, jubilaciones y medio aguinaldo del Estado Nacional. La excepcional caída de la actividad económica se traduce en una fuerte caída de la recaudación. Genera esto, un círculo vicioso perverso que pone a nuestro país al borde de la desintegración, al borde del caos”. De este discurso podrá recordarse la promesa de que a cada uno se le respetarían las monedas originales de sus depósitos. Promesa rota, ciertamente porque era una fantasía. Pero el diagnóstico que hacía Duhalde daba las razones del incumplimiento. También hubo quienes se beneficiaron con la crisis, aquellos poderosos que Alfonsín mencionaba en su discurso. Esos todavía tienen que agradecer a una Argentina destruida que se hayan pesificado las deudas de sus empresas.

      Todos los días, en los primeros años del nuevo siglo, desde mi oficina caminaba hacia la Avenida de Mayo. Por allí avanzaban las columnas de pobres, organizados en el piquete. Mujeres con un chico en brazos y una botella de gaseosa de quinta marca (los comentarios clasistas se referían obsesivamente a estas botellas y a eventuales sándwiches); chicos de cinco años agarrados a la madre o a la abuela, cansados de caminar, inquietos o llorosos; viejos, gente sin dientes, con ropa destrozada, deshilachada y desteñida, sin cobertura de salud, condenada a ser de tercera clase. Lo que había quedado y todavía queda: la villa que marchaba hasta el centro. Todos los días bajaba a verlos pasar.

      De noche, caminaba entre formaciones compactas de cartoneros, que se iniciaban en ese oficio que ha perdurado. En la city formaban un ejército, los cuerpos inclinados sobre las bolsas que encerraban los papeles de bancos y empresas. Llegaban cruzando los puentes. En Pompeya eran un regimiento de desocupados viejos y nuevos. Después de los cartoneros, venían los que revolvían la basura para encontrar comida. Una madrugada, un viejo con anteojos para leer, examinaba cada uno de los restos que iba sacando de una bolsa cuyo contenido ya empezaba a podrirse. Otra noche, una mujer y sus hijos vestidos con delantales blancos dormían en la calle, quizá con la esperanza de que, al día siguiente, fueran a la escuela a comer algo. Todos nos acostumbramos a estas escenas. Chicos de la calle, solos, en los túneles de los subterráneos, familias con sus sillas y camas ocupando un playón de ferrocarril, como si hubieran instalado una casa.

      Esa era la Argentina que había perdido sus señas de identidad de las que no quedaba sino el recuerdo entre los mayores de cuarenta años. Ninguna de estas señas (que nos habían diferenciado de América Latina) se aclimata en la pobreza profunda. El piquete, en aquellos años, fue su expresión organizativa: una mínima organización antes de que la sociedad terminara por deshacerse, o para impedir que la sociedad se deshiciera. La novedad era tan impactante como la de los saqueos. “Ustedes se han acostumbrado a esto”, me decían quienes llegaban a Buenos Aires, mientras caminábamos tarde en la noche por Corrientes, donde en la puerta de cada pizzería había gente esperando las sobras. En todas las ciudades, igual: los carritos con caballo de Rosario, la llegada de los pobres desde el norte a Córdoba, donde había mejores restos en la basura.

      Kirchner, un nuevo comienzo

      Elecciones de marzo de 2003. Es de noche y estoy en el sur de España. Desde un teléfono público, en la calle, donde había pasado las horas hasta que pensé que habría resultados, llamé a Buenos Aires. Yo habría votado a Kirchner o a Carrió. Estar varios meses fuera de la Argentina me evitó decidirme. Casi seguramente habría votado a Carrió, pero en la cabeza me daba vueltas una frase que dije pocos meses después a un amigo periodista: en la Argentina sólo puede gobernar el peronismo. La frase es un lugar común que quizás alguna vez sea desmentido. A los gritos, desde el teléfono público español, celebré con quienes me pasaban noticias. Celebrábamos que, después de una nueva crisis que pareció definitiva, esa incierta travesía iniciada en 2001, que tuvo cinco presidentes en pocos días, podía terminar alguna vez. La alegría de mis amigos no era por un candidato (ninguno de ellos había votado a Menem ni a Kirchner), sino porque, simplemente, las elecciones podían ser un nuevo comienzo.

      Kirchner tomó esta idea demasiado en serio. Lo borró a Duhalde, después lo borró a Lavagna de la renegociación de la deuda, y finalmente se creyó el Unico. Con su muerte, se convirtió en El, pronombre divino que designa al fundador. Así se cierran estos treinta años, en los que Cristina Kirchner fue elegida presidente dos veces. Cada lector está hoy en condiciones de hacer su balance. El mío contiene lo siguiente.

      El 24 de marzo de 2004 se recuperó la ESMA y se la entregó a las organizaciones de derechos humanos, que, acto seguido, se encaminaron en bandada a fortalecer el aparato kirchnerista. Se nombró una nueva Corte Suprema; en paralelo no hubo remilgos para presionar jueces, chantajearlos o hacerlos amigos del Ejecutivo. Se abrieron los juicios que habían sido interrumpidos por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. También se abusó de la historia reciente para legitimar al gobierno.

      Contradicciones de la “década ganada”

      Durante varios años se creció en condiciones externas excepcionales; a eso se llama la “década ganada” que también debería recibir el calificativo de perdida porque ya dos generaciones de habitantes de este país saben que la pobreza y la indigencia subsisten; y probablemente nunca hayan tenido ni una escuela completa ni un trabajo seguro. La corrupción fue una táctica para fabricar leales. Se mintió con todos los datos públicos, como si la “década ganada” necesitara de esa mentira para sostenerse. El personalismo no tuvo frenos; pero también surgió una nueva militancia política, entusiasta, activa, obsecuente y fanática, ambiciosa, sabedora de que ocupar el Estado es tan importante como ocupar el territorio, o más. Como en otro mundo, proliferaron los indiferentes o los movilizados por un activismo intermitente y antipolítico. Se fortaleció un eje latinoamericano (el primer paso, que pocos recuerdan, se dio en 1987 con la firma del Tratado de Paz con Chile); la Argentina no tuvo política exterior a la altura de sus necesidades en el resto del planeta. Se confirmaron con leyes nuevos derechos; se incumplieron derechos que están en la Constitución (paradoja: derechos baratos contra derechos caros para el presupuesto público).

      Esta enumeración podría seguir. Se concentró el poder en la cabeza del Ejecutivo y se neutralizó el poder Legislativo. Tendencias centralistas, personalistas e intolerantes atacan al periodismo crítico mientras concentran varios grupos de medios adictos. Se confunden los intereses personales y de facción con el gobierno y el Estado. Es el populismo en acto y, como emblema, la imagen de Cristina Kirchner radiante en la cadena nacional, como una Viuda de la Patria, única capaz de dirigir el épico ejército de un proyecto del cual sólo ella conoce el plan maestro.

      Pero más allá de un balance, la década se cierra sin que la Constitución fuera modificada. Durante buena parte de estos treinta años, la reforma de la Constitución fue fantasía y, en 1994, realidad. Alfonsín tuvo su proyecto, que la situación económica y sindical pulverizó. Menem logró el Pacto de Olivos que introdujo la reelección. Cristina Kirchner pudo haberlo intentado en el momento de su mayor gloria, después de las elecciones de 2011. No tuvo reflejos, coraje o decisión. La Argentina no encaró una nueva aventura. Quizás a eso pueda darse, finalmente, el nombre de normalidad.

      Se resolvieron algunos aspectos de la cuestión política: en treinta años no hubo un golpe militar; dos veces un presidente de un partido le pasó la banda a un sucesor de otro diferente. Se disipó la ilusión democrática de 1983, cuando la democracia no era sólo un régimen de gobierno sino el fin de la dictadura. Sin ilusión, la democracia es esto: partidos depreciados y en crisis, militancias burocráticas, desigualdad. Las capas medias viven la era del desencanto y los pobres confían, quizá sin esperanza, en el Estado. Algo no funciona. Después de treinta años hay una promesa incumplida.


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