Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Una de las cosas que estamos logrando entre todos es el desconcierto
absoluto en materia de corrección política. El bombardeo de estupidez
mezclada con causas nobles y la contaminación de éstas, los cómplices
que se apuntan por el qué dirán, la gente de buena voluntad desorientada
por los golfos -y golfas, seamos paritarios- que lo convierten todo en
negocio subvencionado, la falta de formación que permita sobrevivir al
maremoto de imbéciles que nos inunda, arrasa y asfixia, ha conseguido
que la peña vague por ahí sin saber ya a qué atenerse. Sin osar dar un
paso con naturalidad, expresar una opinión, incluso hacer determinados
gestos o movimientos, por miedo a que consecuencias inesperadas,
críticas furiosas, sanciones sociales, incluso multas y expedientes
administrativos, se vuelvan de pronto contra uno y lo hagan filetes.
Voy a poner dos ejemplos calentitos. Uno es el del amigo que hace una semana, al ceder el paso a una mujer -aquí sería inexacto
decir a una señora- en la entrada a un edificio, encontró, para su
sorpresa, que la individua no sólo se detuvo en seco, negándose a pasar
primero, sino que además, airada, le escupió al rostro la palabra
«machista». Así que imaginen la estupefacción de mi amigo, su cara de
pardillo manteniendo la puerta abierta, sin saber qué hacer.
Preguntándose si, en caso de tratarse de un hombre, a los que también
cede el paso por simple reflejo de buena educación, lo llamarían
«feminista». Con el agravante de que, ante la posibilidad de que el
supuesto varón fuese homosexual -en tal caso, quizá debería pasar
delante-, o la señora fuese lesbiana -quizá debería sostenerle ella la
puerta a él-, habría debido adivinarlo, intuirlo o suponerlo antes de
establecer si lo correcto era pasar primero o no. O de saber si en todo
caso, con apresurarse para ir primero y cerrar la puerta en las narices
del otro, fuera quien fuese, quedaría resuelto el dilema, trilema o
tetralema, de modo satisfactorio para todos.
Pero mi drama no acaba ahí, comentaba mi amigo. Porque desde ese
día, añadió, no paro de darle vueltas. ¿Qué pasa si me encuentro en una
puerta con un indio maya, un moro de la morería o un africano
subsahariano de piel oscura, antes llamado sintéticamente negro? ¿Le
cedo el paso o no se lo cedo? Si paso delante, ¿me llamará racista? Si
le sostengo la puerta para que pase, ¿no parecerá un gesto paternalista y
neocolonial? ¿Contravengo con ello la ley de Igualdad de Trato o Truco?
¿Y si es mujer, feminista y, además, afrosaharianasubnegra? ¿Cómo me
organizo? ¿Debo procurar que pasemos los dos a la vez, aunque la puerta
sea estrecha y no quepamos?... Pero aún puede ser peor. ¿Y si se trata
de un disminuido o disminuida físico o física? ¿Cederle el paso o la
pasa no será, a ojos suyos o de terceros, evidenciar de modo humillante
una presunta desigualdad, vulnerando así la exquisita igualdad a que me
obliga la dura lex sed lex, duralex? ¿Debo echar una carrerilla y pasar
con tiempo suficiente para que la puerta se haya cerrado de nuevo cuando
llegue el otro, y maricón, perdón, elegetebé el último?... Por otra
parte, si de pronto me pongo a correr, ¿se interpretará como una
provocación paralímpica fascista? ¿Debo hacer como que no veo la silla
de ruedas?... O sea, ¿hay alguien capaz de atarme esas moscas por el
rabo?
Y bueno. Si a tales insomnios nos enfrentamos los adultos, que supuestamente disponemos de referencias y de sentido común para
buscarnos la vida, calculen lo que está pasando con los niños, sometidos
por una parte al estúpido lavado de cerebro de los adultos y
enfrentados a éste con la implacable y honrada lógica, todavía no
contaminada de gilipollez, de sus pocos años. El penúltimo caso me lo
refirió una maestra. Un niño de cuatro años había hecho una travesura en
clase, molestando a sus compañeros; y al verse reprendido ante los
demás, un poco mosca, preguntó quién lo había delatado. «Fulanita, por
ejemplo -dijo la maestra señalando a una niña rubia y de ojos azules-,
dice que eres muy travieso y no la dejas trabajar tranquila.» Entonces
la criatura -cuatro años, insisto- se volvió despacio a mirar a la niña y
dijo en voz baja, pero audible: «Pues le voy a partir la boca, por
chivata». Escandalizada, la maestra le afeó la intención al niño,
diciendo entre otras cosas que a las niñas no hay que pegarles nunca,
etcétera. Que eso es lo peor del mundo, lo más vil, cobarde y malvado. Y
entonces el enano cabrón, tras meditarlo un momento, muy sereno y muy
lógico, respondió: «¿Por qué? ¿Es que no son iguales que los niños?».